La GUERRA MÁS BRILLANTE de ESPAÑA - La guerra de los 4 años de España contra Francia

La Cuarta Guerra Italiana, también conocida como la Guerra de los Cuatro Años (1521-1526), fue un conflicto clave en las guerras italianas. Enfrentó al Reino de Francia y a la República de Venecia contra el Sacro Imperio Romano Germánico, España, Inglaterra y los Estados Pontificios.

7/7/202442 min read

En esta publicación vamos a ver toda la guerra y batallas de los cuatro años, debida entre otros motivos a la coronación de Carlos primero de España como Carlos quinto de Alemania, volviéndose el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, que en parte se disputaba con Francisco primero de Francia.

Después de Carlos haber sido elegido, los franceses comenzaron a planear la guerra. Francisco primero evitó atacar abiertamente a Carlos para no provocar la intervención de Enrique octavo, quien había prometido actuar contra quien rompiera la frágil paz. En su lugar, Francisco apoyó incursiones encubiertas en territorio imperial y español. Roberto de la Marck lideró un ataque sobre el río Mosa, pero la intervención de Enrique tercero de Nassau desbarató la ofensiva.

Simultáneamente, otro ejército apoyaba a Enrique segundo de Navarra en su intento de recuperar el reino conquistado por Fernando de Aragón en mil quinientos doce. La contraofensiva navarro-gascona, dirigida por André de Foix, señor de Asparros, fue clandestinamente financiada y abastecida por los franceses, quienes negaron toda responsabilidad. En Navarra, mientras la población se sublevaba contra la invasión castellano-aragonesa, el ejército navarro-gascón, bajo el mando de Asparros, entraba en acción.

Es hora de sumergirse y descubrir la historia de nuestro país, la España de ayer y de siempre.

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En mil quinientos veintiuno, el Reino de Navarra vio una oportunidad para recuperar su independencia. Los seguidores del reino de Navarra planearon la restauración de su gobierno, mientras Carlos primero enfrentaba dificultades como rey de Castilla, incluyendo la revuelta de las Comunidades.

Francisco primero de Francia proporcionó ayuda militar a Enrique segundo de Albret, el nuevo rey de Navarra. André de Foix, conocido también como Señor de Asparros, fue la persona designada para esta tarea, liderando el ejército franco-navarro, liberando Navarra y llegando a Viana. Las fuerzas franconavarras reconquistaron Navarra rápidamente, ya que casi no encontraron resistencia.

En Pamplona, los habitantes se sublevaron, saquearon el palacio de los Virreyes y juraron fidelidad a Enrique segundo de Albret el diecinueve de mayo.

Solo el castillo de Santiago, ubicado en el lugar donde hoy se encuentra el Palacio de Navarra y la iglesia de San Ignacio, opuso cierta resistencia.

El veinte de mayo de mil quinientos veintiuno, los hombres de Iñigo de Loyola se preparaban para la última defensa de lo que alguna vez fue territorio castellano. En la fortaleza, todos los soldados recibieron bendiciones, excepto Iñigo, quien afirmaba no necesitarla, convencido de que la batalla terminaría con ellos invictos.

Iñigo, joven y lleno de coraje, mostraba una profunda determinación en sus ojos. Anhelaba la gloria y la victoria en combate, dispuesto a liderar a sus hombres con valentía y astucia. La atmósfera estaba cargada de tensión, pues los comuneros, junto con soldados de Francia, comenzaban a formarse frente a las murallas de la fortaleza.

Los defensores observaban a sus enemigos con firmeza, sabiendo que enfrentaban una batalla crucial. Mientras el viento soplaba entre las torres y las banderas ondeaban, los soldados de Loyola se preparaban para resistir el ataque inminente. Los corazones latían con fuerza, y el destino de la fortaleza y de los hombres que la defendían se cernía sobre ellos como una sombra.

El estruendo de tambores y trompetas anunciaba la llegada de los atacantes. Los comuneros y soldados franceses formaban una vasta línea frente a la fortaleza, su número amenazante y su determinación palpable. Iñigo de Loyola se mantuvo firme, con la mirada fija en el enemigo, confiado en su estrategia y en la valentía de sus hombres.

Mientras las horas avanzaban, la expectativa crecía, y ambos bandos se preparaban para el enfrentamiento que determinaría el curso de la guerra y, posiblemente, el destino de la región. Los hombres de Iñigo estaban listos para luchar con valor y defender su tierra hasta el último aliento.

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Todo comenzó con el estruendo del primer cañonazo que impactó contra la fortaleza. El eco retumbó por las paredes de piedra y resonó a lo largo del campo de batalla. Los soldados dentro de la fortaleza se pusieron en alerta máxima, conscientes de que el ataque había comenzado. Las explosiones de los proyectiles sacudieron las murallas y levantaron nubes de polvo y escombros.

Iñigo de Loyola, con su determinación inquebrantable, dio órdenes precisas a sus hombres para resistir el embate enemigo. Los soldados se apresuraron a tomar posiciones en las defensas, preparándose para la embestida que se avecinaba. Las llamas de la artillería iluminaban el cielo, mientras las armas de fuego comenzaban a disparar desde las murallas hacia los atacantes.

Los comuneros y los soldados franceses respondieron al fuego desde su posición, avanzando lentamente hacia la fortaleza mientras mantenían una presión constante sobre los defensores. El rugido de la batalla llenaba el aire, con gritos de soldados, órdenes de los comandantes y el sonido ensordecedor de los cañones.

A medida que la lucha se intensificaba, Iñigo demostraba su valía en el campo de batalla, liderando a sus hombres con valentía y determinación. El enfrentamiento se convirtió en una dura prueba de resistencia, con ambos bandos luchando ferozmente por la victoria.

Iñigo luchó valientemente espada en mano, defendiendo las brechas en la muralla causadas por los proyectiles franceses. Con gran destreza, se enfrentaba a los asaltantes que intentaban atravesar las murallas de la fortaleza.

La situación era crítica, pero Iñigo mostraba una determinación inquebrantable. Su valentía inspiraba a sus hombres a resistir con firmeza los embates de los atacantes. Con su espada, se enfrentaba cuerpo a cuerpo a los enemigos que lograban cruzar las murallas, manteniéndolos a raya con habilidad y coraje.

El combate era intenso, con choques violentos entre defensores y atacantes. Iñigo de Loyola se destacaba en el campo de batalla, liderando a sus hombres con valentía y espíritu de lucha. Cada golpe de su espada era un testimonio de su compromiso con la defensa de la fortaleza y su lealtad a su causa.

A medida que la batalla continuaba, Iñigo se enfrentaba a múltiples adversarios, enfrentándolos con destreza y habilidad.

Mientras defendía valientemente las brechas en la muralla, Iñigo de Loyola sufrió un grave revés. Una bala de cañón lo hirió de gravedad, rompiéndole varios huesos de una pierna y malhiréndole en la otra.

La batalla llegó a su fin cuando Iñigo de Loyola cayó desmayado en el suelo, abatido por las graves heridas sufridas. Con su líder incapacitado y solo unos pocos hombres restantes, la lucha se convirtió en una derrota inevitable.

Los defensores de la fortaleza, sin su guía y frente a un enemigo superior en número y armamento, no pudieron mantener su posición. Las murallas fueron invadidas por los asaltantes, y el ejército de los comuneros y los soldados franceses logró tomar el control de la fortaleza.

El campo de batalla estaba lleno de bajas, y los supervivientes eran capturados o forzados a rendirse. La valentía de Iñigo de Loyola y sus hombres fue evidente, pero las circunstancias adversas hicieron imposible que lograran mantener su defensa.

Este incidente marcó un cambio trascendental en la vida de Iñigo de Loyola. Junto con su hermano Martín de Loyola y un contingente de compatriotas, había llegado a Pamplona para resistir a las fuerzas navarras. Sin embargo, las graves heridas que sufrió en la batalla alteraron drásticamente el curso de su vida.

Durante su convalecencia, Iñigo experimentó una profunda transformación espiritual. Alejado de la vida militar y con tiempo para reflexionar, comenzó a contemplar nuevos caminos y propósitos en su vida. Este proceso de introspección lo llevó a abandonar su vida de armas y a buscar un nuevo sentido en su existencia.

Su cambio de rumbo lo llevó a fundar la Compañía de Jesús, también conocida como los jesuitas, que desempeñó un papel crucial en la reforma católica y en la difusión de la fe cristiana por todo el mundo. A partir de este momento, Iñigo de Loyola dejó atrás la espada para convertirse en una figura espiritual influyente y dejar un legado duradero en la historia.

El Reino de Navarra había sido liberado tras la rápida reconquista liderada por las fuerzas franconavarras. Ahora, solo quedaba establecer guarniciones en las diversas ciudades y pueblos para mantener el orden y defender el territorio de cualquier contraataque por parte del ejército castellano.

Los habitantes de Navarra esperaban con ansias la entrada triunfal de Enrique segundo de Albret, su monarca.

A pesar de haber reconquistado toda Navarra, hubo una ciudad indomable que se resistió al ímpetu de Asparros: la orgullosa Logroño, cuyos muros parecían forjados por la misma determinación de sus habitantes.

El sol del mes de mayo de mil quinientos veintiuno iluminaba la antigua ciudad de Logroño con un resplandor dorado. Las torres de su catedral se alzaban orgullosas, como centinelas que custodiaban la calma de sus calles adoquinadas. Sin embargo, esa aparente tranquilidad se veía empañada por una atmósfera de incertidumbre y temor, pues los habitantes sabían que el enemigo acechaba cerca.

Desde las colinas cercanas, el ejército de Andrés de Foix, señor de Asparros, observaba con determinación la ciudad amurallada. Logroño, con su ubicación estratégica en la encrucijada entre Navarra y Castilla, era un lugar codiciado por ambos bandos en la lucha por el dominio del reino de Navarra y sus territorios.

Las campanas repicaron con fuerza, llamando a las armas a los valientes defensores de Logroño. Los ciudadanos, armados con esperanza y valentía, se prepararon para enfrentar la inminente tormenta. Sabían que el destino de su hogar dependía de su resistencia ante el asedio del formidable enemigo.

El asedio tuvo su inicio cuando Andrés de Foix, señor de Asparros, embriagado por sus recientes victorias en Navarra, puso la mirada en Logroño. Esta ciudad, estratégica y orgullosa, se alzaba como una joya codiciada debido a su posición en una ruta clave hacia Castilla. Si lograba someterla, allanaría su camino y consolidaría su dominio en la región.

No obstante, los habitantes de Logroño estaban lejos de ser presa fácil. Conocían el riesgo inminente y habían fortificado sus murallas, preparando a su gente para la lucha que se avecinaba. Los defensores, hombres y mujeres, no solo se armaron con espadas y escudos, sino también con una férrea determinación de proteger su hogar.

Las murallas de Logroño, imponentes y robustas, habían sido reforzadas con esmero para soportar cualquier intento de asedio. Los habitantes, llenos de determinación, unieron sus fuerzas para defender su hogar con valentía. Hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, se dedicaron a prepararse para la inminente batalla, conscientes de la importancia de mantener su ciudad a salvo.

Bajo la sabia dirección de sus líderes militares y civiles, la población mostró un admirable espíritu de cooperación. Se organizaron guardias en los puntos más vulnerables, mientras que otros almacenaban provisiones y preparaban armas. El sonido de martillos reparando murallas y el murmullo de estrategias debatidas en las plazas resonaban en el aire, mientras Logroño se transformaba en un bastión de resistencia.

El ejército de Asparros avanzaba con paso firme, pero los defensores de Logroño estaban listos para enfrentarlos. La fortaleza de la ciudad, sumada a la inquebrantable voluntad de sus habitantes, prometía convertir cada rincón en un campo de batalla donde la libertad de su hogar se defendería con uñas y dientes.

Batalla de Pamplona

Cerco de Logroño

Andrés de Foix, señor de Asparros, desplegó su ejército con precisión militar alrededor de Logroño, bloqueando todos sus accesos y estableciendo campamentos en posiciones estratégicas. El cerco estaba completo, y la ciudad quedó aislada del exterior, enfrentándose a una inminente batalla por su supervivencia.

Durante el asedio, el ejército invasor llevó a cabo ataques continuos, con la intención de debilitar las defensas y agotar a los defensores. Flechas llovían sobre las murallas, y arietes se estrellaban contra las puertas fortificadas, buscando forzar su entrada. Sin embargo, los defensores de Logroño no cedieron ante la presión.

La valentía y la eficacia de los ciudadanos al defender su hogar fueron extraordinarias. Desde las murallas, lanzaban dardos, piedras y aceite hirviendo para repeler a los atacantes. La coordinación entre los soldados y la población civil permitió a Logroño rechazar cada embate con fuerza y destreza.

Los defensores de Logroño, decididos a proteger su hogar, desplegaron una serie de tácticas ingeniosas para obstaculizar el avance del enemigo. Más allá de la resistencia armada, utilizaron el temido fuego griego, una mezcla ardiente que causaba estragos entre las filas enemigas y hacía retroceder a los atacantes. Además, el aceite hirviendo se convirtió en uno de sus mejores aliados al ser arrojado desde las murallas para quemar a los soldados enemigos.

Las mujeres de la ciudad, con valentía y determinación, también jugaron un papel crucial en la defensa de Logroño. Desde las alturas de las murallas, lanzaban piedras, tejas y otros objetos contundentes para desalentar los ataques de los asaltantes y desmoralizar a las tropas invasoras. Su participación fue vital para mantener a raya a los enemigos y demostrar que la defensa de Logroño era una lucha conjunta de todos sus habitantes.

La combinación de estas tácticas, junto con el inquebrantable espíritu de la población, transformó a Logroño en un bastión casi impenetrable. Cada intento de Asparros por tomar la ciudad se vio frustrado por la astucia y la valentía de los defensores, quienes demostraron ser una fuerza formidable y unida en la defensa de su amado hogar.

A medida que avanzaban los días, el asedio se volvía cada vez más difícil para las tropas de Andrés de Foix, señor de Asparros. Las continuas derrotas y la imposibilidad de lograr avances significativos comenzaron a mermar la moral de sus soldados. El desgaste era evidente en sus filas, tanto en términos de recursos como de espíritu.

Dentro de las murallas, el ambiente era de cooperación y valentía. Los ciudadanos se esforzaban por mantener su hogar seguro, fortaleciendo las defensas y apoyándose mutuamente en la adversidad. Las mujeres y los hombres de todas las edades contribuían con su trabajo y esfuerzo, mostrando una solidaridad ejemplar.

El eco de las victorias resonaba en cada rincón de la ciudad, alimentando la esperanza de una eventual victoria final sobre el enemigo. La perseverancia de Logroño se había convertido en un ejemplo inspirador de lucha y resistencia, y los habitantes no estaban dispuestos a ceder ni un solo paso en su defensa.

Finalmente, tras varias semanas de asedio infructuoso, Andrés de Foix, señor de Asparros, se vio obligado a levantar el cerco de Logroño y ordenar la retirada de sus tropas. Las continuas derrotas y la resistencia implacable de los defensores habían hecho mella en sus fuerzas, dejando al ejército invasor sin otra opción que retirarse.

La retirada de las tropas de Asparros marcó una victoria significativa para los defensores de la ciudad, quienes habían logrado proteger su hogar y su comunidad de la amenaza externa. Las campanas de Logroño resonaron con júbilo al anunciar la noticia, mientras los habitantes celebraban con orgullo su triunfo.

La defensa exitosa de Logroño se convirtió en un símbolo de resistencia y determinación en la región. Su historia se difundió rápidamente, inspirando a otros a seguir el ejemplo de coraje y unidad mostrado por la ciudad. Logroño se mantuvo firme como un bastión inexpugnable, un recordatorio de que la valentía y la solidaridad pueden prevalecer incluso en las situaciones más adversas.

Cada rincón de la ciudad resonaba con el eco de la valentía mostrada por sus ciudadanos, quienes habían defendido su hogar con uñas y dientes. Los líderes militares y civiles fueron reconocidos por su sabiduría estratégica, pero también por haber sabido canalizar el espíritu de unidad y coraje que habitaba en cada corazón logroñés.

El legado de la defensa de Logroño trascendió las fronteras de la ciudad, dejando una huella indeleble en el curso de la guerra en la región. Su éxito cambió la balanza de poder a favor de los reinos hispánicos, debilitando a los invasores y otorgando una ventaja estratégica a los defensores de la tierra. La resistencia inspiradora de Logroño sirvió como un llamado a la acción para otras localidades, motivándolas a seguir su ejemplo en la defensa de sus territorios.

Además, el éxito de Logroño reforzó el sentido de identidad y pertenencia entre sus habitantes, quienes nunca olvidarían la valentía y el sacrificio de quienes lucharon por defender su hogar. La historia de la defensa se transmitió de generación en generación, nutriendo el orgullo y la resistencia de la comunidad.

El sitio de Logroño fue un episodio crucial que puso a prueba la resistencia y valentía de los habitantes de la ciudad. Su exitosa defensa contra las tropas de Asparros no solo protegió su hogar, sino que también dejó una huella duradera en la historia de la región. Logroño se erigió como un símbolo de resistencia y determinación, y su legado perdurará como un ejemplo de cómo la unidad y el coraje pueden prevalecer frente a la adversidad. La historia de la ciudad en aquellos días se convirtió en inspiración para otros y mostró el poder de un pueblo cuando se une en defensa de su tierra y sus valores.

Después de este revés, Asparros no tuvo más remedio que retirarse de Logroño, aunque nunca demasiado lejos, manteniéndose siempre a la vista de la ciudad que había desafiado su poder. Esta retirada lo llevó a una situación bien conocida por aquellos que se enfrentaban a los astutos castellanos: una implacable persecución, un juego de gato y ratón al que Castilla se le daba muy bien jugar. Dándonos como resultado la batalla de Noáin

combate tercios
combate tercios

En un caluroso domingo, el último de junio de mil quinientos veintiuno, a las cinco de la tarde, el aire estaba impregnado de tensión mientras miles de soldados, con armaduras y coseletes de metal calentados por el sol, se preparaban para la batalla decisiva que marcaría el destino de Nafarroa. El ardor del calor quedaba eclipsado por la expectación y la determinación de aquellos guerreros que se alistaban para enfrentarse en un campo abierto cerca de la Noáin, en las tierras vascas, el conflicto resonaría como un eco en el corazón de la región.

De un lado, el poderoso ejército de Carlos primero, con casi quince mil soldados listos para enfrentarse a su destino. Del otro, el ejército franco-navarro de siete mil, quienes un mes antes habían liberado el territorio del yugo español, ahora se preparaban para defender su libertad y su derecho a la soberanía. Los acontecimientos que habían llevado a esta crucial confrontación habían sido una tormenta de guerra y resistencia, un choque entre el deseo de independencia y la lucha por el poder.

Pero antes, debemos saber el contexto que nos llevó hasta aquí.

André de Foix levantó el sitio de Logroño por problemas de abastecimiento y falta de apoyo comunero, lo que hizo que Asparros se retirara a Viana, topándose de frente al duque de Nájera, el virrey que había escapado de Iruñea un mes antes, y su cuñado, el conde de Lerín, con sus unidades de caballería, que iban de camino a Logroño. Los bandos se mantuvieron en posiciones, cercanos pero cautelosos, la tensión en el aire era palpable, cada uno vigilando al otro, sin saber si alguno se atrevería a dar el primer paso hacia una batalla. Asparros y el duque de Nájera permanecían atentos, calibrando cuidadosamente sus opciones, mientras sus hombres descansaban y aguardaban el próximo movimiento. Tanto Asparros como el duque de Nájera sabían que no estaban listos para enfrentarse. Asparros continuó retirándose hacia el río Arga para buscar una posición más defensiva.

El ejército español avanzó hacia Navarra saqueando pueblos, lo que llevó a Asparros a retirarse nuevamente por la superioridad numérica de los españoles. Cerca de Lizarra, lograron frenar el avance español, Jaime Velaz de Medrano, conspirador destacado contra la monarquía hispánica y capitán dentro del ejército de Asparros, lideró al ejército franco-navarro, arrollando a los castellanos con una carga magistral y consiguiendo la victoria, elevando la moral de los legitimistas.

Este no sería el único enfrentamiento victorioso para los legitimistas.

En apoyo a la ofensiva lanzada desde Logroño, tropas guipuzcoanas y navarros beaumonteses intentaron avanzar hacia Iruñea, actualmente conocido como Pamplona, que era y es la capital de Navarra. Sin embargo, los partidarios de Enrique segundo ya estaban preparados y reunieron a mil soldados, incluyendo hombres del valle y milicianos de la región y el veintisiete de junio, las dos fuerzas se enfrentaron con violencia, fue brutal y sangrienta, con choques violentos y cuerpo a cuerpo. Los legitimistas se impusieron finalmente, dejando el campo teñido de rojo.

Batalla de Noain

batalla de noain
batalla de noain

Para cuando se produjo esta batalla, Asparros ya se había acampado entre Gares y Obanos, esperando el refuerzo de milicias y asegurando el abastecimiento de Iruñea.

Sin embargo, las tropas de Carlos primero avanzaron y saquearon Lizarra el veintiocho de junio. Asparros trasladó sus tropas a Tiebas para establecer una posición fuerte, esperando al ejército de socorro de Francisco primero, para bloquear el avance español hacia Iruñea, la capital, y hacerse fuerte en ese punto, protegiendo además la sierra de Erreniega, la única forma de entrar a la capital.

Pero poco sabía el pobre diablo que no serviría de nada contra el ejército imparable de la monarquía hispánica.

Asparros parecía tener controlada la situación hasta que Francés de Beaumont, un experimentado militar navarro, cruzó la sierra de Erreniega con facilidad por los caminos que no estaban siendo vigilados y se unió a las posiciones españolas, apoyando con varias unidades acorazadas. Los generales españoles decidieron utilizar esta ruta para eludir el fortificado paso de Tiebas y superar a los franco-navarros.

¡Estaban cruzando delante de sus narices sin que se dieran cuenta! Finalmente, lograron rebasar a las fuerzas franco-navarras, sorprendiendo a Asparros.

Al mediodía llegó a la posición legitimista la sorprendente noticia de que los españoles estaban a sus espaldas. Asparros había quedado copado por un enemigo que empezaba a descansar tras la larga marcha y que todavía podía recibir más efectivos, ya que se enviaban refuerzos desde Aragón.

El general consideró que no quedaba más opción que combatir y cuanto antes, a pesar de que si esperaba unas horas, podría ver reforzadas sus filas con los navarros que habían respondido a la movilización general, pero que todavía estaban en camino. De hecho, la mitad de los hombres movilizados en toda Nafarroa no llegaron a tiempo para participar en la batalla.

El ejército franco-navarro partió de Tiebas y, tras pasar por Noáin, se situó en un extremo de la meseta. Al conocer su presencia, los españoles se prepararon rápidamente para el combate.

Hacia las cinco de la tarde, los dos ejércitos se desplegaron frente a frente como dos colosos en espera de la orden para desatar su furia. El ejército franco-navarro, encabezado por Asparros, se componía de unos mil doscientos jinetes, cinco mil quinientos infantes y once cañones. Al otro lado, el ejército español, bajo el mando astuto del duque de Nájera, contaba con una fuerza considerable: unos dos mil jinetes y doce mil quinientos infantes, además de una batería de artillería con una cantidad desconocida de piezas.

Asparros confiaba en la caballería pesada francesa, los temidos gendarmes, conocidos por su destreza en las cargas y sus armaduras completas. Y los once cañones apostados en la colina, esperando arrojar fuego sobre el enemigo. Detrás de ellos, tres escuadrones de infantería aguardaban la señal con el temple de guerreros curtidos en batallas pasadas. Gascones y navarros formaban un muro de acero listo para detener cualquier embestida.

Flanqueando la formación, la caballería pesada francesa brillaba con elegancia en sus armaduras, mientras la ligera navarra se desplazaba con rapidez y astucia. Asparros sabía que, al final, la victoria dependería de su capacidad para armonizar estas fuerzas y desatar la tormenta sobre sus adversarios.

El ejército español se dispuso en tres escuadrones de infantería, cada uno con unos cuatro mil hombres. Al frente, una vanguardia de medio millar de jinetes, encabezada por el duque de Nájera, avanzaba con destreza. Junto a él, el conde de Lerín lideraba con confianza el núcleo duro de los beaumonteses, preparados para la batalla.

Detrás de ellos, la batalla real se desplegaba con mil jinetes de caballería pesada y quinientos de caballería ligera, preparados para atacar con furia en el momento oportuno. Sin embargo, la batería de campaña, colocada en una posición baja, no tenía el alcance deseado, lo que limitaba su impacto en el enfrentamiento inminente.

Tercio español disparando
Tercio español disparando

La batalla se inició con el estruendo de la artillería francesa, cuyos cañones escupieron fuego sobre los escuadrones de infantería española. Las once bocas de bronce fueron como un trueno, dispersando a la caballería ligera y obligando a los soldados a tirarse al suelo para buscar protección.

Aprovechando la confusión en las filas enemigas, la caballería pesada francesa cargó con ímpetu, avanzando sobre los españoles con fuerza aplastante.

El desconcierto reinaba entre las filas españolas y parecía que el ejército franco-navarro podría llevarse la victoria. Sin embargo, los generales españoles reaccionaron con rapidez, avanzando sus posiciones al grito de «Acordaos que sois españoles». Al mismo tiempo, la caballería cargó para apoyar a la infantería, que pronto se rehizo y se revolvió contra los jinetes franceses, frenando así la estampida de sus soldados.

La veteranía y la superioridad numérica de los españoles empezaron a imponerse. Los caballeros galos cayeron uno tras otro, atravesados por las lanzas o por disparos. El propio Asparros fue derribado por un jinete español, que le golpeó en el yelmo y dañó su ojo izquierdo.

En medio de la lucha, el general reconoció a Francés de Beaumont, quien había combatido en el ejército francés años atrás, y se rindió a él. La caballería gala había sido aplastada, y la artillería francesa, aunque lanzó una última descarga, no pudo detener el avance imparable de la infantería española.

Habían apostado todo a su único pilar verdaderamente fuerte y ahora pagaban por su terrible ejecución en batalla.

El ejército franco-navarro, incapaz de resistir más, comenzó a huir hacia Iruñea, seguido de cerca por los españoles. En solo dos horas, los Tercios españoles lograron la victoria en la batalla de Noáin, gracias a la pericia y disciplina de su infantería armada con armas de fuego. Esta victoria marcaría una nueva era en la guerra, donde la caballería perdía preponderancia en el combate frente a las unidades bien armadas.

Tras la batalla, los soldados españoles se dedicaron a saquear los pueblos cercanos a la capital, mientras que los seguidores de Enrique segundo se refugiaban en Iruñea o huían hacia el norte. Sin embargo, los franco-navarros no se atrevían a defender la ciudad, sabiendo que eran pocos hombres y carecían de provisiones. Por ello, abandonaron la ciudad antes del amanecer, dejando solo una pequeña guarnición francesa en el castillo de Santiago.

El dos de julio, las tropas españolas entraron en la capital, y tres días después, Francés de Beaumont logró la rendición del castillo tras negociaciones con la guarnición. El cinco de julio, los últimos galos partieron hacia Orreaga.

Tras la caída de Iruñea, el resto de grandes poblaciones de Nafarroa no tardaron en someterse. Lo que había comenzado como una revuelta contra el dominio español terminó con una represión feroz, mientras los españoles imponían su control sobre el territorio. Sin embargo, el espíritu de resistencia renacería en septiembre, cuando una nueva ofensiva liberó la Nafarroa cantábrica y el castillo de Amaiur.

Después de la derrota navarra en la batalla de Noáin en mil quinientos veintiuno, los franceses no cesaron en su ambición de consolidar su control sobre la región. Aunque los españoles lograron expulsarlos de buena parte del territorio, los franceses no renunciaron a sus intentos de recuperación. Fue en este contexto que los franceses buscaron reforzar sus posiciones en la costa vasca, centrándose en la estratégica ciudad de Fuenterrabía. Esta localidad era clave para el control del comercio y el acceso marítimo en la zona, por lo que su defensa se convirtió en una prioridad tanto para Francia como para Castilla.

Soldado del tercio español recargando
Soldado del tercio español recargando

Hace quinientos años, en febrero de mil quinientos veinticuatro, las tropas franco-navarras se retiraban de la villa de Fuenterrabía tras dos años de control. Esta retirada ponía fin a una lucha prolongada en la que los navarros se habían aferrado con tenacidad a su libertad y sus tierras, desafiando con coraje la superioridad de los invasores hasta el último momento.

Desde el dieciocho de octubre de mil quinientos veintiuno, la villa de Fuenterrabía estuvo bajo el control de los partidarios de Enrique segundo de Navarra, quienes, junto a sus aliados franceses, lograron recuperar territorios previamente perdidos en una ofensiva valiente. La reconquista de Nafarroa Beherea, el valle de Baztan y gran parte de Bortziriak fue un triunfo temporal, con el castillo de Amaiur erigiéndose como un símbolo de su lucha heroica. Todos estos sitios, cercanos a Fuenterrabía, representaban puntos estratégicos vitales para sus esfuerzos, buscando asegurar el control de la zona y prevenir futuros ataques enemigos.

Sin embargo, el destino se volvió en su contra cuando las fuerzas de Carlos primero, motivadas por su deseo de control, lanzaron un ataque que terminó con la fortaleza de Amaiur en julio del año siguiente. Pese a la resistencia de los defensores, la fortaleza cayó ante el poderío de las fuerzas de Carlos primero.

Al año siguiente tendría lugar la batalla de San Marcial, que encendió la chispa para que los castellanos tomaran acción, lo que provocó una movilización que reactivó la guerra en este frente que había estado estancado durante un tiempo.

A pesar de las pérdidas sufridas en Amaiur, la resistencia navarra no se extinguió, sino que se encendió con un ardor aún más fuerte. En septiembre de mil quinientos veintitrés, Pedro de Navarra, mariscal del reino tras la muerte de su padre, asumió el mando de los trescientos cincuenta soldados restantes y se acuarteló en Fuenterrabía. Allí, en la fortaleza bañada por las aguas del Cantábrico, se preparó para una defensa final, lleno de determinación y esperanza.

Los muros de Fuenterrabía se convirtieron en testigos de la lucha de estos valientes guerreros, quienes resistieron con la fuerza de aquellos que no temen a la muerte. Pedro de Navarra inspiraba a sus hombres con su valentía y liderazgo, prometiéndoles que la lucha no sería en vano.

Carlos primero, obsesionado con la reconquista de Fuenterrabía y con desafiar a su eterno rival, el monarca francés Francisco primero, reunió un ejército formidable compuesto por treinta mil infantes y tres mil jinetes, incluidos mercenarios alemanes curtidos en batalla. Las fuerzas imperiales avanzaron hacia el norte, ocupando territorios de forma implacable, expandiendo su control con la intención de dominar por completo la estratégica región.

Sin embargo, la resistencia feroz de los navarros, logró frenar el avance imperial. Los guerreros navarros, conocedores del terreno y llenos de determinación, plantaron cara a las fuerzas de Carlos primero, creando un obstáculo que el ejército imperial no esperaba.

Por desgracia el invierno implacable y los problemas de abastecimiento detuvieron en seco la ofensiva de Carlos. Su ejército se encontró atrapado en un entorno hostil, empantanado en medio de la nada y habiendo tomado solo plazas de segundo orden. Los planes de conquistar Baiona se desmoronaron, y el desgaste de sus fuerzas ante la adversidad del clima y la falta de recursos llevó a Carlos a reconocer que la retirada era su única opción viable. Así, el ejército imperial se vio obligado a abandonar su campaña con las expectativas frustradas y la moral en descenso, dejando atrás un rastro de esfuerzos infructuosos.

Sin embargo, Carlos no renunció a su objetivo de recuperar Fuenterrabía y concentró toda su atención en la villa. Fortaleció a sus tropas con milicias provenientes de Álava, Vizcaya, Guipúzcoa y los beaumonteses navarros, reuniendo un ejército de cinco mil soldados dispuestos a sitiar la fortaleza. Con este contingente reforzado, Carlos primero planeaba someter a la estratégica villa costera, decidido a doblegar a los defensores y asegurar el control de la región.

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Batalla de Fuenterrabía

tercio español en formación
tercio español en formación

La villa de Fuenterrabía se encontraba bajo el control de la guarnición franco-navarra, liderada por Pedro de Navarra. Con trescientos jinetes y mil quinientos infantes, incluidos cuatrocientos navarros, los defensores estaban preparados para resistir el cerco. Bajo la dirección del capitán François Franget, la villa se defendía con artillería y fortificaciones robustas.

Aún con los esfuerzos de los sitiados, el cerco impuesto por Carlos primero era constante y amenazante. Los defensores luchaban con determinación para mantener el control de la villa, enfrentando la presión diaria de las fuerzas asediantes. Los muros de Fuenterrabía resonaban con los ecos de la batalla, mientras sus habitantes resistían con valentía.

Los días siguientes estuvieron marcados por el estruendo de los bombardeos españoles sobre Fuenterrabía. Sesenta piezas de artillería sacudían la villa sin descanso, tratando de desgastar la resistencia de los defensores. Los fosos fueron drenados, se excavaron minas y se abrieron trincheras para acercarse a las murallas, pero los asaltos se toparon con una gran resistencia.

Los defensores, conscientes de que su tiempo era limitado y sin esperar refuerzos, lucharon con valentía y determinación. Sabían que estaban solos, pero no dejaron que ello minara su espíritu. Enfrentaron cada asalto con coraje, defendiendo cada palmo de tierra con la esperanza de prolongar su resistencia el mayor tiempo posible.

A medida que las conversaciones entre Pedro de Navarra y el condestable de Castilla se reanudaban, el desgaste de la resistencia se hacía cada vez más evidente. Se ofreció a los franceses la posibilidad de abandonar la plaza con honor, permitiéndoles llevar sus armas y pertenencias, mientras que los navarros podrían regresar a su tierra natal y ser rehabilitados.

Y tras intensas negociaciones, finalmente se alcanzó un acuerdo de rendición. Los defensores franco-navarros aceptaron las condiciones, conscientes de que no podían resistir por mucho más tiempo. Así, la guarnición salió de Fuenterrabía con su honor intacto, poniendo fin a una etapa de resistencia y lucha por la villa.

Cuando el sol comenzaba a asomar en el horizonte del veintisiete de febrero de mil quinientos veinticuatro, las puertas de Fuenterrabía se abrieron. Los primeros en salir fueron los infantes navarros, quienes abandonaban la villa con la mirada en alto, retornando a su tierra natal tras la dura resistencia. Tras ellos marchaban las tropas francesas, encabezadas por el gobernador François Franget y el capitán Estillac, cumpliendo con los términos de la rendición acordada y retirándose de la fortaleza.

Una hora más tarde, las tropas españolas entraban en la devastada villa de Fuenterrabía. El paisaje era desolador: apenas una cuarta parte de las casas se mantenía en pie, mientras que los restos de los bombardeos se extendían por todas partes. Las calles mostraban los signos de la resistencia feroz, con escombros y ruinas como testimonio de la lucha librada por los defensores.

A pesar de la devastación, la amnistía prometida por Carlos primero fue jurada por muchos de los legitimistas en abril de ese mismo año, con la esperanza de reconstruir sus vidas en paz. Sin embargo, algunos rechazaron someterse, prefiriendo mantener su lealtad a Navarra y a la lucha por su autonomía.

Después de la rendición de Fuenterrabía, Enrique segundo continuó su lucha, recuperando Nafarroa Beherea y consolidando una Navarra independiente al norte de los Pirineos. En ese territorio, estableció un bastión de resistencia y una base para continuar su causa, manteniendo viva la lucha por el legado de su reino.

Sus sucesores, Juana tercera y Enrique tercero de Navarra y cuarto de Francia, mantuvieron intacta la esperanza de recuperar la parte perdida de su reino al sur de los Pirineos. Aunque sus esfuerzos se centraron en fortalecer su dominio al norte, nunca renunciaron a la posibilidad de unificar de nuevo Navarra. La lucha por su tierra y su soberanía se convirtió en una cuestión de honor para estas generaciones, un legado que persistió a lo largo de los siglos.

Sin embargo, la diplomacia tampoco trajo resultados, y tras la muerte de Enrique tercero de Navarra, su sucesor, Luis décimo tercero, impuso la incorporación de la Navarra independiente a la Corona gala en mil seiscientos veinte. Con ello, se puso fin a una entidad política soberana con ocho siglos de rica historia.

La guerra también continuó su curso en Italia, conduciéndonos inevitablemente a la Batalla de Bicoca, aquella que posteriormente se utilizaría para nombrar todo aquello demasiado fácil. Sin embargo, considero esencial una recapitulación de los eventos previos.

Batalla de Bicoca

El contexto de esta historia es muy compleja. España, quien estaba ocupada con los problemas de Lutero y con la asimilación de Nápoles, tuvo que resistir un grave problema. Carlos primero fue coronado como Sacro Emperador Romano, por lo que los franceses, aprovechando esta coyuntura, se prepararon para la guerra. Los primeros movimientos franceses se llevaron a cabo en secreto, aprovechando todos los problemas del momento anteriormente comentados. Francisco primero lanzó dos invasiones encubiertas, además de instigar al príncipe de Sedán a rebelarse contra la corona española y emprender una ofensiva en los países bajos a través del río mosa. Además de todo esto, envió un gran ejército a la baja navarra, la cual había sido conquistada e incorporada a la corona de Castilla. Ahora si, había comenzado una guerra abierta entre ambas casas.

Los primeros enfrentamientos favorecieron a Carlos, quién derrotó fácilmente a La Marck en los Países Bajos y en la península ibérica. Luego, el emperador trató de recuperar el ducado de borgoña y expulsar a Francisco primero de Italia. Rápidamente, el rey de francia se vio envuelto en problemas. Carlos quinto formó una alianza con el papa y con inglaterra. Ahora los franceses se encontraban atacados por varios flancos, y comenzaban a retroceder, adoptando una posición defensiva.

Las tropas francesas en Milán eran muy débiles, contando con tan solo cuatro mil soldados. Rápidamente Francisco envió muchos refuerzos de una manera inmediata, con más de doce mil soldados frescos. El único apoyo que obtuvieron los franceses fue la ayuda de venecia, quien entregó ocho mil quinientos infantes más. Pero tenían una organización tan mala, que los españoles cruzaron el río Po sin ningún tipo de oposición. En poco tiempo, se encontraron a las puertas de Milán, y el veintidos de noviembre tomaron la ciudad tras un breve enfrentamiento justo antes de que llegara el invierno.

Durante estos meses, ambos bandos se prepararon para la campaña de mil quinientos veintidós. Francisco, al conocer la pérdida de Milán, decidió mandar a los tres mejores del reino de Francia junto con diez mil infantes suizos. Por otro lado, los soldados españoles se encontraban con una moral muy alta y casi sin bajas. Y así, con unos once mil soldados, el general Colonna defendía Milán. Para ello, comenzó a fortificar los puntos débiles de la ciudad.

A finales de marzo, el gigantesco y bien preparado ejército francés puso rumbo a Italia. No solo contaban con ese ejército, sino que al llegar al río Adda, se unieron las tropas de Lautrec y las bandas negras del condotiero giovanni de médicis, quienes se cambiaron de bando contratados por los franceses.

En total, el ejército francés que comenzó la campaña fueron de aproximadamente cincuenta mil soldados de infantería, mientras que el ejército español era claramente inferior.

Lautrec, al descubrir que los españoles estaban muy bien atrincherados en milán, se retiró hacia el sur y tomó posiciones entre la ciudad de Milán y la de Pavía. Ahí comenzaron las escaramuzas y los combates de intensidad media, Lautrec trató de avanzar sobre pavía, pero Colonna se le anticipó y envió a tres compañías para reforzar la posición. Estas tropas tuvieron que cruzar rodeando al ejército veneciano, a través de fosos, pantanos y aguas del camino.

El ejército francés, con poco dinero en en sus arcas, no eran capaces de plantar un largo asedio. Lautrec no tuvo más remedio que ordenar el regreso a Monza, donde esperaba abastecerse mejor y recibir grandes sumas de dinero desde francia para pagar a los suizos.

El día siete de abril comenzó la marcha, siendo golpeado por la retaguardia, quienes querían pegar un revés a su marcha más que plantar una batalla real, por lo que no tuvo una gran trascendencia ya que la escaramuza no desvió a Lautrec de su plan. Este trataba de cerrar todas las rutas posibles para dejar que las tropas españolas se mueran de hambre, ya que no era posible vencer en Milán ni en ninguna plaza pequeña como Pavía. Pero colonna no tenía intención de permitir esto. No pensaba dividir su ejército y tampoco quería encerrarse en Milán y permitir que el enemigo hiciera y deshiciera por los alrededores, por lo que comenzó a marchar en paralelo a las fuerzas de Lautrec. Finalmente, se interpusieron en una aldehuela que tan solo tenía cuatro casuchas llamada Bicocca. Los españoles comenzaron a fortificar el lugar, aprovechando el buen terreno espacioso y bien defendible que tenían en la aldea. Mientras tanto, los mercenarios suizos perdieron la paciencia y exigieron dos cosas: O el pago atrasado o atacar de inmediato a los imperiales. Lautrec trató de convencer que era una mala idea, pero los suizos y los helvéticos no dieron su brazo a torcer, por lo que Lautrec se vio obligado a marchar a la jornada siguiente.

Y así fue: El veintisiete de abril, antes del amanecer, los franceses, encabezados por los suizos, comenzaron su marcha hacia la posición española. La infantería española se formó en cuatro líneas detrás de la línea de arcabucería, quienes se encontraban a primera línea y bien parapetados. La artillería se encontraba emplazada sobre plataformas de tierra y tenían una visión del frente increíble, dando la oportunidad de castigar al enemigo desde una buena distancia.

Al llegar a la vista de bicocca, Lautrec mandó al caballero Bayard y a pedro navarro a reconocer el terreno y el enemigo. Las tropas francesas superaban en número a las españolas, además de llevar a los formidables y famosos piqueros suizos, así como hombres de armas bien equipados y protegidos.

Pero la batalla comenzó con el rugido de la artillería, intercambiándose fuego entre ambos bandos.

Julián Romero
Julián Romero

En las arboledas del camino a Milán, asomaron los temibles bandas negras de los franceses, pero fueron asaltados por una compañía de caballería ligera, quien ganó y expulsó rápidamente a los franceses.

Mientras tanto, los piqueros suizos, divididos en dos columnas, marchaban a pie por el centro de los ejércitos, pica en mano. Avanzaron con decisión mientras la artillería abría grandes brechas en sus filas y destrozaba su formación. Pero lo peor estaba por llegar cuando, el general español, ordenó a sus arcabuceros a esperar que estuvieran cerca y desplegar todo el fuego que tenían. Pescara ordenó que los hispanos se desplegaran en cuatro hileras y disparasen de forma sucesiva. Es decir, en cuanto la primera hilera disparase, hincaría la rodilla para dejar a la segunda libre el fuego.

El camino para los piqueros suizos se hundía en fango, y según iban avanzando, descubrieron a los españoles en una zanja. A una distancia muy cerrada, hubo una tremenda descarga de fuego, que mató a centenares. Para los piqueros, recibir fuego así no era algo novedoso. Pero luego de esos disparos, detrás del humo que dejaban los mosquetes, volvió a sonar otra tanda de disparos arrolladores, matando a centenares de suizos. Pero, todavía peor, volvió a sonar una tercera vez, incluso una cuarta. El escuadrón de piqueros que trataba de cruzar el fango quedó completamente deshecho en un segundo, haciendo huir atemorizado a los pocos supervivientes.

Mientras las columnas suizas se iban deshaciendo, el hermano de lautrec corría con su caballería por el flanco izquierdo de los imperiales. Las bandas negras y caballería poderosa estaba rodeando a los españoles, lanzándose contra el general colonna.

Por un momento, se desató el pánico de perder al general y que el enemigo pueda desbaratar las piezas de artillería, pero los artilleros, valientes como solo españoles pueden ser, abandonaron su puesto para combatir a la caballería hasta las últimas consecuencias.

Por último, las trompetas sonaron a las espaldas de las bandas negras. Era francesco sforza, que acababa de llegar desde milán con abundantes refuerzos. La caballería de francesco asaltó a los franceses, desorganizando sus tropas, hiriendo al hermano de lautrec y matando a su caballo.

El desastre se podía ver a kilómetros, y el gran español Pescara decidió salir a perseguir a los suizos, para así conseguir una victoria redonda. Los españoles arrollaron con tanta prisa y poder que, en cuestión de minutos, sus hombres llegaron hasta los cañones franceses. Por más que intentaban defender enviando caballería y soldados, los españoles, en poco tiempo, los destruían y continuaban el paso, persiguiendo a todo enemigo.

Batalla de Sesia

Tras la ambiciosa conquista de francisco primero a francia, éste fue apalizado en bicoca, y esto desembocó en una serie de movimientos donde los franceses, junto a sus refuerzos, salieron muy mal parados, siendo perseguidos por una manada de leones cazando una cebra, siendo rodeados y sacándolos de italia a base de pica.

En mil quinientos veinticuatro, tras la derrota en la batalla de Bicoca, el rey Francisco primero de Francia no se rindió. Decidió enviar un nuevo ejército de dieciocho mil soldados bajo el mando del Almirante Bonnivet para intentar recuperar el Ducado de Milán. Mientras tanto, Prospero Colonna, con solo nueve mil hombres, se retiró estratégicamente a Milán, dejando un sentimiento de incertidumbre en el aire.

Sin embargo, Bonnivet no aprovechó la oportunidad. Temiendo un enfrentamiento con un enemigo que creía superior en número, decidió no atacar a Colonna, lo que permitió que este se reagrupara y se fortaleciera. Pero el destino intervino de manera inesperada. La enfermedad debilitó a Colonna, obligándolo a retirarse del mando y dejando el liderazgo en manos de Carlos de Lannoy. Colonna falleció el treinta de diciembre.

Las fuerzas imperiales contaban con un respaldo considerable en su campaña. Además del apoyo del duque de Milán, contaban con el respaldo de Venecia y el marqués de Mantua. Pero eso no era todo, pues se sumaban a sus filas las tropas de Carlos tercero de Borbón, Fernando de Ávalos, el marqués de Pescara y el marqués de Alarcón. Con esta poderosa coalición, los imperialistas se encontraban en una posición ventajosa en la lucha por el control de la región.

La campaña se distinguió por una serie de guerrillas y escaramuzas que se extendieron por toda la región, sembrando el caos y la incertidumbre en el camino. Sin embargo, el punto culminante llegó cerca de la ciudad de Romagnano, donde las fuerzas enfrentadas se encontraron al cruzar el río Sesia. Fue en este cruce donde se libró una batalla crucial que definiría el destino de la región y de quienes la disputaban.

En una estrategia audaz, los comandantes imperiales Pescara y Giovanni de Medici lanzaron un ataque nocturno con tres mil soldados en encamisadas, aprovechando la oscuridad para sorprender a las tropas francesas. Mientras tanto, el borgoñón Carlos de Lannoy aseguraba la retaguardia, cubriendo cualquier posible escape de los enemigos. El escenario de esta confrontación fue Robecco, cerca de Pavía.

En las batallas subsiguientes, las fuerzas francesas se encontraron abrumadas por la ferocidad del ataque del ejército imperial y se vieron obligadas a retroceder, abandonando una considerable cantidad de valioso material de caballería en su retirada.

La intensidad del combate y la superioridad numérica y táctica de las fuerzas imperiales superaron la resistencia francesa, provocando una huida caótica y precipitada.

Francisco primero organizó dos contingentes para socorrer al Almirante Bonnivet, que estaba en apuros. Consistía en siete mil quinientos suizos y el segundo contingente, estaba formado por cuatro mil grisones. Su objetivo era llegar hasta Lodi, donde se encontraba otro contingente francés de más de dos mil hombres, con la intención de romper el eje hispano-veneciano y proporcionar ayuda efectiva a Bonnivet.

Dos soldados del tercio español
Dos soldados del tercio español

Las tropas venecianas, aliadas en esta ocasión con los españoles, anticiparon las intenciones francesas y se lanzaron a su encuentro, pero sin éxito. Sin embargo, Giovanni de Medici, con dos mil quinientos hombres, logró encontrar a los franceses en Almenno San Bartolomeo. Se desencadenaron escaramuzas entre las fuerzas enfrentadas.

Ante la amenaza inminente de estar rodeados por las fuerzas enemigas, los grisones tomaron la decisión de emprender el retorno a Francia para preservar sus vidas y evitar ser capturados por el ejército imperial.

Sin embargo, antes de partir, llevaron a cabo un último acto de desesperación: saquearon las poblaciones por donde pasaban. Esta medida, aunque desesperada, tenía como objetivo asegurar recursos para el viaje de regreso y evitar que cayeran en manos del enemigo.

Mientras tanto, se lanzó un ataque a la retaguardia francesa, mientras que el grueso de las fuerzas españolas se posicionaba en Vicolungo, anticipando la llegada de los refuerzos suizos de los franceses esperados desde Ivrea. Sin embargo, estos refuerzos sorprendieron al encontrarse con Bonnivet en Gaimara, en la orilla izquierda del río Sesia, en lugar de dirigirse a Vicolungo como se esperaba. Mientras tanto, los franceses permanecían en la ciudad de Romagnano, en la orilla derecha del río, enfrentando la incertidumbre de la situación y preparándose para los enfrentamientos que se avecinaban.

Los refuerzos suizos se negaron a cruzar el puente, argumentando que solo estaban allí para cubrir la retirada de sus compatriotas del contingente francés, compuesto por unos seis mil esguízaros, y no para enfrentarse a los imperiales. Ante esta situación, el almirante Bonnivet tomó la decisión de construir un puente de barcas para cruzar a la otra orilla del río.

En un momento crítico, el marqués de Pescara, siempre vigilante, observó cómo el ejército francés cruzaba el puente y decidió lanzarse sobre él con rapidez y determinación. La repentina embestida provocó el caos entre los soldados franceses y suizos, que se encontraban en medio de la travesía. El puente, abarrotado de tropas, no resistió la presión y se derrumbó, arrastrando consigo a numerosos soldados en la corriente del río.

La situación se tornó aún más desesperada cuando los soldados que aguardaban para cruzar el río, al percatarse de la proximidad de las tropas españolas, se vieron presos del pánico y se lanzaron al agua en un intento frenético por escapar del inminente peligro. El caos se apoderó del puente, con hombres luchando por encontrar una salida y otros siendo arrastrados por la corriente impetuosa del río Sesia. En medio del tumulto, gritos desgarradores resonaban en el aire mientras soldados desesperados luchaban por mantenerse a flote, algunos siendo incapaces de resistir la fuerza del agua y sucumbiendo ante ella. La escena era dantesca, con cuerpos flotando a la deriva y el sonido ensordecedor de la batalla aún retumbando en los oídos de los supervivientes. La tragedia se cernía sobre el puente, dejando a su paso un rastro de dolor y desolación que perduraría en la memoria de aquellos que presenciaron aquel fatídico momento.

Los españoles, persiguiendo a los franceses, descubrieron un vado que les permitió a su caballería e infantería avanzar y continuar la persecución. Mientras tanto, Bonnivet ordenó colocar piezas de artillería detrás de su ejército para cubrir su retirada, pero estas fueron capturadas por las fuerzas imperiales, que las utilizaron para fortificarse. Ante esta situación, los franceses lanzaron a su caballería en un intento desesperado por recuperar la artillería perdida.

En medio del combate, Bonnivet resultó herido por un disparo y quedó incapacitado, pasando el mando del ejército al aclamado caballero Bayardo. Este lideró un audaz ataque con la caballería contra los imperiales, logrando arrebatarles dos de las piezas de artillería, aunque a costa de ser gravemente herido por un arcabucero. Bayardo cayó prisionero y, poco después, sucumbió a sus heridas, encontrando su muerte en el campo de batalla.

Mientras las fuerzas francesas se retiraban hacia Ivrea, los refuerzos suizos debian proteger la retaguardia, enfrentándose con determinación a las tropas de Pescara.

Ante esta situación, se asignó a Alarcón la importante tarea de perseguir a los suizos y evitar que pudieran reorganizarse o lanzar un contraataque. Su misión era crucial para mantener la presión sobre las fuerzas en retirada y asegurar que no pudieran reagruparse para volver a enfrentarse al ejército imperial.

Durante esta persecución, las fuerzas españolas bajo el mando de Alarcón lograron capturar veinticuatro piezas de artillería, un importante éxito para el ejército imperial. Mientras tanto, los suizos se vieron obligados a abandonar Italia, dividiéndose en dos grupos: algunos optaron por el camino hacia Turín y Susa, mientras que aquellos que habían llegado en socorro de los franceses tomaron la ruta a través de Aosta.

Esta serie de eventos marcó el fin de la campaña militar en la región y el inicio de la retirada de las fuerzas suizas, dejando un vacío en el campo de batalla y consolidando la posición de los españoles e imperiales en el conflicto.

Los venecianos, reconociendo la difícil situación y el avance de las fuerzas imperiales, decidieron rendir la plaza de Lodi, que aún estaba bajo control francés. De manera similar, Pescara también tomó la decisión de rendir Bussy d'Amboise. En ambos casos, se permitió que los defensores franceses abandonaran las plazas con un salvoconducto seguro, pero se confiscó la artillería que tenían en su posesión.

El resultado de esta contienda fue devastador para los intereses de Francisco primero, ya que su ejército sufrió una derrota total y significativas pérdidas. La mayoría de sus hombres de armas perecieron en la batalla, incluyendo a destacados líderes como Bayardo. Además, se perdió una cantidad considerable de material bélico, lo que debilitó aún más la capacidad militar de los franceses.

La derrota en el río Sesia dejó a Francisco primero en una situación desfavorable, con su poder militar menguado y sus ambiciones en Italia seriamente afectadas.

Se estima que alrededor de cinco mil esguízaros, soldados suizos que luchaban en las filas francesas, perdieron la vida en la contienda. Esta derrota dejó a Francisco primero en una situación precaria, con su ejército diezmado y sus ambiciones en Italia severamente truncadas.

Luego de esta demostración de poderío militar, los franceses deciden volver a internarse en Italia, reuniendo un ejército de alrededor de treinta y cinco mil hombres.

Batalla de Pavía

Mientras tanto, el emperador y rey de España, Carlos quinto, avanzó hasta Marsella, donde asedió la ciudad francesa por más de un mes.

El asedio a Marsella resultó en un fracaso, y las tropas españolas se retiraron, siendo perseguidas por el contraataque francés. En la ciudad de Pavía, dentro del Estado de Milán, quedaron seis mil soldados bajo el mando de Antonio de Leyva. El veintiséis de octubre, los franceses entraron en la ciudad de Milán, que ya estaba abandonada por los españoles que habían evacuado a sus dieciséis mil hombres a la ciudad de Lodi.

En lugar de perseguir a los españoles, el rey Francisco, decidió dirigir sus tropas hacia Pavía, un error que pagaría caro.

En octubre de mil quinientos veinticuatro, unos treinta y cinco mil soldados franceses intentan tomar la ciudad donde se encuentran los españoles. Realizan bombardeos, asaltos e incluso intentan desviar el río Tesino para atacar la parte más débil de la muralla.

A partir de diciembre, las tropas españolas respondieron con incursiones nocturnas muy efectivas que causaron muchas bajas. Sin embargo, el bloqueo estaba agotando los suministros en la ciudad, y surgió el problema de la falta de pago a los soldados, lo que provocó dos intentos de amotinamiento de las tropas alemanas. Los espías informaron al rey Francisco, que la guarnición imperial estaba descontenta y podría haber una revuelta de las tropas mercenarias.

Mientras tanto, a unos veinte kilómetros al este en Lodi, el ejército imperial se reforzaba con doce mil soldados alemanes reclutados por el duque Carlos de Borbón, un noble francés al servicio de Carlos quinto.

La solución a los amotinamientos llegó el doce de enero de mil quinientos veinticinco, cuando dos españoles lograron atravesar las líneas francesas y entrar en la ciudad con tres mil ducados que calmaron a las tropas. También traian noticias: el virrey de Nápoles, Carlos de Lannoy, se estaba acercando con veinte mil hombres para liberar Pavía.

Carlos de Lannoy, el virrey de Nápoles, asumió el control de las fuerzas imperiales y se preparó para ayudar en la liberación de Pavía. Llegó a la ciudad a principios de febrero y acampó al este del parque de Mirabello, donde Francisco primero tenía su campamento. El rey francés no entendía completamente el peligro que suponían las tropas imperiales.

El rey no tenía prisa para actuar; esperaba que el ejército imperial se debilitara por la falta de dinero o que los Estados italianos se unieran a favor de Francia. Su único plan era perseguir y destruir a las tropas imperiales cuando, obligadas por las circunstancias, se retiraran de Pavía. Sin embargo, en febrero de mil quinientos veinticinco, el bando francés perdió seis mil mercenarios suizos y dos mil italianos debido a las incursiones nocturnas.

Los dos ejércitos tenían un número similar de soldados de infantería, aunque los franceses tenían más poder en artillería y una gran superioridad en caballería en términos de número y calidad. Un mes después de llegar, Lannoy, con poco dinero y temiendo un amotinamiento, decidió tomar la iniciativa. Durante la noche del veintitrés al veinticuatro de febrero, un bombardeo distractor permitió a Lannoy llevar sus tropas al lugar central de la batalla.

Tercios españoles en formación
Tercios españoles en formación

La batalla principal tuvo lugar en un gran parque donde estaban los franceses. Al principio, las armas francesas parecían estar en una buena posición. Al menos diez cañones de Francisco primero atacaron la infantería y la caballería del ala derecha imperial. Antes de esto, los lansquenetes imperiales, los mercenarios alemanes contratados por Carlos de Borbón, ya estaban luchando contra la infantería suiza y parte de la caballería francesa.

Los imperiales llevaban la delantera. Su vanguardia se dirigió hacia el castillo de Mirabello, mientras que el grueso del ejército, en formación de columna, avanzaba diagonalmente hacia el ala izquierda francesa, donde estaba Francisco primero. Los arcabuceros españoles capturaron fácilmente Mirabello, amenazando con dividir al ejército enemigo. Sin embargo, el ala derecha francesa reaccionó y atacó la retaguardia imperial, desorganizándola y capturando sus cañones, mientras que la artillería francesa disparaba intensamente, deteniendo su avance.

En este punto, Francisco primero pensó que la batalla estaba a su favor y decidió atacar con sus gendarmes, la mejor caballería francesa. La carga fue impresionante, pero los artilleros tuvieron que dejar de disparar para no herir a sus propias tropas. La caballería imperial, principalmente española, se enfrentó a la contraria, y se libró una intensa lucha entre ambas.

En ese momento, algunos soldados suizos, considerados los mejores de Europa en los últimos cincuenta años, empezaron a huir. Se dieron la vuelta y escaparon de las tropas imperiales. La mitad de los soldados imperiales los persiguieron, y muchos suizos terminaron ahogados en el río Tesino. Mientras tanto, la otra mitad de los lansquenetes de Carlos quinto se dirigieron hacia el centro de la batalla, donde la caballería francesa había caído y solo quedaba el rey Francisco con algunos leales, resistiendo contra la caballería imperial y los disparos de arcabuz.

Los lansquenetes avanzaron hacia la infantería enemiga. Las picas imperiales, respaldadas por los arcabuces, lograron vencer a las fuerzas francesas. En el centro, trescientos arcabuceros españoles capturaron los cañones franceses, y el resto de la infantería francesa fue derrotada fácilmente.

La batalla resultó en una gran diferencia en el número de bajas entre los imperiales y los franceses. Las tropas de Carlos quinto sufrieron menos de ochocientas bajas, mientras que el bando francés tuvo miles, entre tres mil quinientas y quince mil.

Entre las bajas francesas estaba el propio rey, quien fue capturado y llevado a España. No fue liberado hasta enero de mil quinientos veintiséis, después de firmar el Tratado de Madrid, en el cual Francia renunciaba a sus derechos sobre el Estado de Milán, Génova, Borgoña, Nápoles, Artois, Tournai y Flandes a favor del emperador Carlos.

La Batalla de Pavía no solo aseguró el control español sobre Italia, sino que también consolidó la posición de Carlos quinto como un líder militar y estratégico destacado en la escena europea. Esta victoria tuvo consecuencias duraderas, delineando el curso de las relaciones internacionales y afirmando el poderío español en la época.

Si te has quedado con ganas de más, te recomiendo que le eches un ojo a la historia del asedio de Castelnuovo visto desde los ojos de un soldado.

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