El ÚLTIMO BASTIÓN NAVARRO - Sitio de Fuenterrabia
Hace quinientos años, en febrero de mil quinientos veinticuatro, las tropas franco-navarras se retiraban de la villa de Fuenterrabía tras dos años de control. Esta retirada ponía fin a una lucha prolongada en la que los navarros se habían aferrado con tenacidad a su libertad y sus tierras, desafiando con coraje la superioridad de los invasores hasta el último momento.
6/26/20247 min read
Después de la derrota navarra en la batalla de Noáin en mil quinientos veintiuno, los franceses no cesaron en su ambición de consolidar su control sobre la región. Aunque los españoles lograron expulsarlos de buena parte del territorio, los franceses no renunciaron a sus intentos de recuperación. Fue en este contexto que los franceses buscaron reforzar sus posiciones en la costa vasca, centrándose en la estratégica ciudad de Fuenterrabía. Esta localidad era clave para el control del comercio y el acceso marítimo en la zona, por lo que su defensa se convirtió en una prioridad tanto para Francia como para España.
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Desde el dieciocho de octubre de mil quinientos veintiuno, la villa de Fuenterrabía estuvo bajo el control de los partidarios de Enrique segundo de Navarra, quienes, junto a sus aliados franceses, lograron recuperar territorios previamente perdidos en una ofensiva valiente. La reconquista de Nafarroa Beherea, el valle de Baztan y gran parte de Bortziriak fue un triunfo temporal, con el castillo de Amaiur erigiéndose como un símbolo de su lucha heroica. Todos estos sitios, cercanos a Fuenterrabía, representaban puntos estratégicos vitales para sus esfuerzos, buscando asegurar el control de la zona y prevenir futuros ataques enemigos.
Sin embargo, el destino se volvió en su contra cuando las fuerzas de Carlos primero, motivadas por su deseo de control, lanzaron un ataque que terminó con la fortaleza de Amaiur en julio del año siguiente. Pese a la resistencia de los defensores, la fortaleza cayó ante el poderío de las fuerzas de Carlos primero.
Al año siguiente tendría lugar la batalla de San Marcial, que encendió la chispa para que los castellanos tomaran acción, lo que provocó una movilización que reactivó la guerra en este frente que había estado estancado durante un tiempo.
A pesar de las pérdidas sufridas en Amaiur, la resistencia navarra no se extinguió, sino que se encendió con un ardor aún más fuerte. En septiembre de mil quinientos veintitrés, Pedro de Navarra, mariscal del reino tras la muerte de su padre, asumió el mando de los trescientos cincuenta soldados restantes y se acuarteló en Fuenterrabía. Allí, en la fortaleza bañada por las aguas del Cantábrico, se preparó para una defensa final, lleno de determinación y esperanza.
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Los muros de Fuenterrabía se convirtieron en testigos de la lucha de estos valientes guerreros, quienes resistieron con la fuerza de aquellos que no temen a la muerte. Pedro de Navarra inspiraba a sus hombres con su valentía y liderazgo, prometiéndoles que la lucha no sería en vano.
Carlos primero, obsesionado con la reconquista de Fuenterrabía y con desafiar a su eterno rival, el monarca francés Francisco primero, reunió un ejército formidable compuesto por treinta mil infantes y tres mil jinetes, incluidos mercenarios alemanes curtidos en batalla. Las fuerzas imperiales avanzaron hacia el norte, ocupando territorios de forma implacable, expandiendo su control con la intención de dominar por completo la estratégica región.
Sin embargo, la resistencia feroz de los navarros, logró frenar el avance imperial. Los guerreros navarros, conocedores del terreno y llenos de determinación, plantaron cara a las fuerzas de Carlos primero, creando un obstáculo que el ejército imperial no esperaba.
Por desgracia el invierno implacable y los problemas de abastecimiento detuvieron en seco la ofensiva de Carlos. Su ejército se encontró atrapado en un entorno hostil, empantanado en medio de la nada y habiendo tomado solo plazas de segundo orden. Los planes de conquistar Baiona se desmoronaron, y el desgaste de sus fuerzas ante la adversidad del clima y la falta de recursos llevó a Carlos a reconocer que la retirada era su única opción viable. Así, el ejército imperial se vio obligado a abandonar su campaña con las expectativas frustradas y la moral en descenso, dejando atrás un rastro de esfuerzos infructuosos.
Sin embargo, Carlos no renunció a su objetivo de recuperar Fuenterrabía y concentró toda su atención en la villa. Fortaleció a sus tropas con milicias provenientes de Álava, Vizcaya, Guipúzcoa y los beaumonteses navarros, reuniendo un ejército de cinco mil soldados dispuestos a sitiar la fortaleza. Con este contingente reforzado, Carlos primero planeaba someter a la estratégica villa costera, decidido a doblegar a los defensores y asegurar el control de la región.
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La villa de Fuenterrabía se encontraba bajo el control de la guarnición franco-navarra, liderada por Pedro de Navarra. Con trescientos jinetes y mil quinientos infantes, incluidos cuatrocientos navarros, los defensores estaban preparados para resistir el cerco. Bajo la dirección del capitán François Franget, la villa se defendía con artillería y fortificaciones robustas.
Aún con los esfuerzos de los sitiados, el cerco impuesto por Carlos primero era constante y amenazante. Los defensores luchaban con determinación para mantener el control de la villa, enfrentando la presión diaria de las fuerzas asediantes. Los muros de Fuenterrabía resonaban con los ecos de la batalla, mientras sus habitantes resistían con valentía.
Los días siguientes estuvieron marcados por el estruendo de los bombardeos españoles sobre Fuenterrabía. Sesenta piezas de artillería sacudían la villa sin descanso, tratando de desgastar la resistencia de los defensores. Los fosos fueron drenados, se excavaron minas y se abrieron trincheras para acercarse a las murallas, pero los asaltos se toparon con una gran resistencia.
Los defensores, conscientes de que su tiempo era limitado y sin esperar refuerzos, lucharon con valentía y determinación. Sabían que estaban solos, pero no dejaron que ello minara su espíritu. Enfrentaron cada asalto con coraje, defendiendo cada palmo de tierra con la esperanza de prolongar su resistencia el mayor tiempo posible.
A medida que las conversaciones entre Pedro de Navarra y el condestable de Castilla se reanudaban, el desgaste de la resistencia se hacía cada vez más evidente. Se ofreció a los franceses la posibilidad de abandonar la plaza con honor, permitiéndoles llevar sus armas y pertenencias, mientras que los navarros podrían regresar a su tierra natal y ser rehabilitados.
Y tras intensas negociaciones, finalmente se alcanzó un acuerdo de rendición. Los defensores franco-navarros aceptaron las condiciones, conscientes de que no podían resistir por mucho más tiempo. Así, la guarnición salió de Fuenterrabía con su honor intacto, poniendo fin a una etapa de resistencia y lucha por la villa.
Cuando el sol comenzaba a asomar en el horizonte del veintisiete de febrero de mil quinientos veinticuatro, las puertas de Fuenterrabía se abrieron. Los primeros en salir fueron los infantes navarros, quienes abandonaban la villa con la mirada en alto, retornando a su tierra natal tras la dura resistencia. Tras ellos marchaban las tropas francesas, encabezadas por el gobernador François Franget y el capitán Estillac, cumpliendo con los términos de la rendición acordada y retirándose de la fortaleza.
Una hora más tarde, las tropas españolas entraban en la devastada villa de Fuenterrabía. El paisaje era desolador: apenas una cuarta parte de las casas se mantenía en pie, mientras que los restos de los bombardeos se extendían por todas partes. Las calles mostraban los signos de la resistencia feroz, con escombros y ruinas como testimonio de la lucha librada por los defensores.
A pesar de la devastación, la amnistía prometida por Carlos primero fue jurada por muchos de los legitimistas en abril de ese mismo año, con la esperanza de reconstruir sus vidas en paz. Sin embargo, algunos rechazaron someterse, prefiriendo mantener su lealtad a Navarra y a la lucha por su autonomía.
Después de la rendición de Fuenterrabía, Enrique segundo continuó su lucha, recuperando Nafarroa Beherea y consolidando una Navarra independiente al norte de los Pirineos. En ese territorio, estableció un bastión de resistencia y una base para continuar su causa, manteniendo viva la lucha por el legado de su reino.
Sus sucesores, Juana tercera y Enrique tercero de Navarra y cuarto de Francia, mantuvieron intacta la esperanza de recuperar la parte perdida de su reino al sur de los Pirineos. Aunque sus esfuerzos se centraron en fortalecer su dominio al norte, nunca renunciaron a la posibilidad de unificar de nuevo Navarra. La lucha por su tierra y su soberanía se convirtió en una cuestión de honor para estas generaciones, un legado que persistió a lo largo de los siglos.
Sin embargo, la diplomacia tampoco trajo resultados, y tras la muerte de Enrique tercero de Navarra, su sucesor, Luis décimo tercero, impuso la incorporación de la Navarra independiente a la Corona gala en mil seiscientos veinte. Con ello, se puso fin a una entidad política soberana con ocho siglos de rica historia.
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